Escrito por Francisco Sorto Rivas/ Economista
La modernización del sector público constituye un desafío permanente para cualquier gobierno, particularmente para los de América Latina que desde la década de los ochenta están comprometidos con reformas de primera generación, dado que han adoptado programas cuyos objetivos estratégicos se dirigieron hacia la eficiencia, la eficacia y la economía en el uso de los recursos públicos, para lo cual impulsaron medidas políticas de desregulación, transparencia, rendición de cuentas, planificación estratégica, concesiones privadas para la prestación de servicios públicos, privatización de empresas del Estado.
Todo esto destinado a volver más eficiente el aparato público, reducir su tamaño y abatir el grado de intervención estatal en actividades económicas que no ameritaban de acciones colectivas para garantizar un uso eficiente de los recursos y las soluciones apropiadas para ciertas necesidades sociales, pero que, por diferentes circunstancias, se hallaban dentro del ámbito del control público.
No obstante lo anterior y a pesar de los beneficios de estas reformas, debido a la mayor incertidumbre internacional en que se mueven los gobiernos en la actualidad y que condiciona, sustancialmente, sus decisiones de política, tomando en cuenta además, la reducción experimentada en su capacidad para incidir sobre problemáticas globales, lo cual es propio de la segunda modernidad de la historia, debemos replantearnos la orientación de la gestión pública, a partir de ejes alternativos a la eficiencia, eficacia y economía en el manejo de los recursos públicos.
En vísperas de la asunción de nuevos gobernantes a nivel de gobierno central y local, además del ámbito legislativo y eventualmente, hasta en la conducción de importantes instituciones, es pertinente examinar lo alcanzado hasta el momento con dichas reformas, a fin de adecuar la gestión pública al nuevo escenario de cambios ambientales, a fin de alinear esa gestión con las expectativas ciudadanas, buscando cómo privilegiar el diagnóstico, el diseño y el desarrollo práctico de las decisiones adoptadas, con el ánimo de solventar los problemas colectivos, potenciando así la legitimidad de las instituciones de gobierno en su conjunto.
Esto es así porque la primera generación de reformas privilegió la reducción de gastos, a través de mejoras operativas y de control, lo cual resultaba ideal para un contexto de estabilidad, de certidumbre; pero esto ha dejado de tener vigencia en los últimos veinte años, explicándose así, en alguna medida, la insatisfacción del colectivo imaginario observada en varios países suramericanos por la desincronía entre los servicios públicos disponibles y las expectativas ciudadanas.
Es por esa razón que las reformas del Estado deben enfocarse hoy a satisfacer mejor las inspiraciones y necesidades ciudadanas; mientras que la gestión pública debe identificarse más con la demanda de sus “clientes”, a fin de ensayar soluciones innovadoras –diseño de políticas– en un ambiente participativo y de mayor flexibilidad.
En otras palabras, es necesario un nuevo marketing público, entendido por este, la identificación precisa de las necesidades sociales, del perfil de los usuarios potenciales de las instituciones públicas, de los atributos esperados de las soluciones concebidas para atenderlos, así como de los recursos necesarios para garantizar su provisión.
Con esto se daría un paso sustantivo hacia una mejor institucionalidad, ya que esta trasciende lo formal abarcando, incluso, el reconocimiento ciudadano de la labor realizada por las organizaciones públicas en beneficio de sus usuarios; y esto se logra mediante la formulación de disposiciones legales y la implementación de acciones colectivas en favor de la ciudadanía. Para ello se necesita, indefectiblemente, de un estilo de gestión más ejecutivo, tal como lo indica la escuela de la Nueva Gestión Pública (NGP).
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment