Por Ruben Zamora - Analista politico / Ex candidato presidencial por el FMLN
Hace 75 años, Arturo Araujo, un ingeniero con ideas progresistas, ganó las elecciones y se convirtió en el primer presidente “moderno” de El Salvador. Fruto de una apertura democrática, recogía las aspiraciones de cambio que el país vivía. Su gobierno fracasó a los pocos meses víctima de la cruel depresión mundial de 1930, truncado por el golpe militar de Martínez, quien inauguró los 60 años de autoritarismo castrense.
Hace 25 años, la Democracia Cristiana, que había encabezado la oposición en las dos décadas anteriores, triunfó en las elecciones en 1985; Napoleón Duarte se convirtió en el segundo presidente civil electo en votación popular; pero su gobierno quedó atrapado en el conflicto armado que el país vivía. Las expectativas de cambio, democracia y paz, que llevaron a muchos a apoyarlo, se ahogaron en un baño de sangre. El experimento democristiano apenas duró un período y fue el preámbulo para la instauración de un nuevo autoritarismo, más moderno, pero no menos excluyente: el régimen arenero.
El triunfo electoral del FMLN y Mauricio Funes levanta nuevamente el telón de la historia: la izquierda salvadoreña gana las elecciones presidenciales; y al igual que en los dos casos anteriores, las aspiraciones de cambio se perciben en la mayoría de salvadoreños, incluso en muchos de los que votaron por el candidato perdedor.
Estamos frente a un nuevo momento para la democracia salvadoreña: la transición democrática ha concluido; pues la posibilidad de alternancia en el gobierno es una realidad. Sin embargo, el nuevo gobierno recibe una democracia deteriorada por el ejercicio autoritario y clientelista del poder de los gobiernos areneros, y por un sistema partidario en crisis.
Al igual que a Araujo, Mauricio Funes asume el gobierno en medio de la más severa crisis de la economía capitalista. Las remesas, sostén de nuestra economía en los últimos 20 años y principal reductor de pobreza, están cayendo y las posibilidades de generar empleo, eje de su oferta electoral, están severamente limitadas.
A diferencia del gobierno de Duarte, el país ya no está en guerra, pero hoy padecemos una inseguridad de proporciones históricas; y la empresa privada no muestra una actitud de militante oposición al nuevo gobierno; al contrario, se escuchan voces autorizadas que hablan de un compás de espera y de reconciliación. Sin embargo, no hay que olvidar que los discursos conciliadores se escucharon cuando triunfó Duarte, pero terminaron en los “paros patrióticos” de la ANEP.
La coyuntura política internacional es favorable. La elección de Obama en Estados Unidos abre un espacio de diálogo y racionalidad ausente durante la anterior administración y el balance de gobiernos en el Continente es favorable al progresismo y a la integración regional.
Sin embargo, la perspectiva de gobernabilidad no es fácil; las expectativas populares son muy grandes y la apuesta de hoy es más compleja que hace 20 años, pues ya no es posible, como en los Acuerdos de Paz, posponer el problema social. El nuevo gobierno no tiene más alternativa que enfrentarlo y hacerlo en medio de una seria crisis económica y con absoluto respeto a las normas democráticas. En otras palabras, la responsabilidad del nuevo gobierno es doble: no solo está comprometido con sus promesas de campaña, sino también con la consolidación de la democracia salvadoreña.
Frente a este panorama, una cosa es clara: la responsabilidad de todo ciudadano democrático y progresista es empujar para que el nuevo gobierno salga adelante y pueda satisfacer las expectativas de la población. Y la responsabilidad de todo demócrata, aunque no se considere progresista, es la de abrir un espacio de diálogo para enfrentar como nación los urgentes retos que la actual crisis mundial y la deteriorada situación nacional plantean. La tarea es al final, lo que el refrán popular nos dice: “la tercera es la vencida”…
Hace 25 años, la Democracia Cristiana, que había encabezado la oposición en las dos décadas anteriores, triunfó en las elecciones en 1985; Napoleón Duarte se convirtió en el segundo presidente civil electo en votación popular; pero su gobierno quedó atrapado en el conflicto armado que el país vivía. Las expectativas de cambio, democracia y paz, que llevaron a muchos a apoyarlo, se ahogaron en un baño de sangre. El experimento democristiano apenas duró un período y fue el preámbulo para la instauración de un nuevo autoritarismo, más moderno, pero no menos excluyente: el régimen arenero.
El triunfo electoral del FMLN y Mauricio Funes levanta nuevamente el telón de la historia: la izquierda salvadoreña gana las elecciones presidenciales; y al igual que en los dos casos anteriores, las aspiraciones de cambio se perciben en la mayoría de salvadoreños, incluso en muchos de los que votaron por el candidato perdedor.
Estamos frente a un nuevo momento para la democracia salvadoreña: la transición democrática ha concluido; pues la posibilidad de alternancia en el gobierno es una realidad. Sin embargo, el nuevo gobierno recibe una democracia deteriorada por el ejercicio autoritario y clientelista del poder de los gobiernos areneros, y por un sistema partidario en crisis.
Al igual que a Araujo, Mauricio Funes asume el gobierno en medio de la más severa crisis de la economía capitalista. Las remesas, sostén de nuestra economía en los últimos 20 años y principal reductor de pobreza, están cayendo y las posibilidades de generar empleo, eje de su oferta electoral, están severamente limitadas.
A diferencia del gobierno de Duarte, el país ya no está en guerra, pero hoy padecemos una inseguridad de proporciones históricas; y la empresa privada no muestra una actitud de militante oposición al nuevo gobierno; al contrario, se escuchan voces autorizadas que hablan de un compás de espera y de reconciliación. Sin embargo, no hay que olvidar que los discursos conciliadores se escucharon cuando triunfó Duarte, pero terminaron en los “paros patrióticos” de la ANEP.
La coyuntura política internacional es favorable. La elección de Obama en Estados Unidos abre un espacio de diálogo y racionalidad ausente durante la anterior administración y el balance de gobiernos en el Continente es favorable al progresismo y a la integración regional.
Sin embargo, la perspectiva de gobernabilidad no es fácil; las expectativas populares son muy grandes y la apuesta de hoy es más compleja que hace 20 años, pues ya no es posible, como en los Acuerdos de Paz, posponer el problema social. El nuevo gobierno no tiene más alternativa que enfrentarlo y hacerlo en medio de una seria crisis económica y con absoluto respeto a las normas democráticas. En otras palabras, la responsabilidad del nuevo gobierno es doble: no solo está comprometido con sus promesas de campaña, sino también con la consolidación de la democracia salvadoreña.
Frente a este panorama, una cosa es clara: la responsabilidad de todo ciudadano democrático y progresista es empujar para que el nuevo gobierno salga adelante y pueda satisfacer las expectativas de la población. Y la responsabilidad de todo demócrata, aunque no se considere progresista, es la de abrir un espacio de diálogo para enfrentar como nación los urgentes retos que la actual crisis mundial y la deteriorada situación nacional plantean. La tarea es al final, lo que el refrán popular nos dice: “la tercera es la vencida”…
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