Tomé, entonces, Castigo divino, la novela del escritor nicaragüense Sergio Ramírez. Era una edición, más bien sencilla, de 807 páginas, que tenía en la portada una ilustración de fotonovela mexicana. Salimos, toda la familia a principios de agosto por tierra hacia Costa Rica. Nos fuimos después del mediodía, de manera que llegamos a San Miguel a media tarde.
Aprovechando una parada en Metrocentro, para abastecernos de agua, refrescos y golosinas para el camino, comencé a leer la novela: "Siendo aproximadamente las 9 de la noche del 18 de julio de 1932, Rosalío Usulutlán, de cuarenta y dos años de edad, divorciado, de oficio periodista y en tal calidad empleado como redactor principal del diario El Cronista, deja su asiento de luneta en el Teatro González al concluir la exhibición de estreno de la película de la Metro Goldwyn Mayer, Castigo divino, protagonizada en los roles estelares por Charles Laughton y Maureen O'Sullivan.
El lenguaje de reporte de juzgado y gacetilla de periódico antiguo me atrapó de inmediato. Tengo que decir que para mí como lector, el primer párrafo, es de suprema importancia. He abandonado decenas de novelas luego que ni el primer párrafo, ni el segundo, ni el tercero lograran conectar con mi cabeza. Tengo en la memoria grabados inicios que de inmediato me atraparon en la lectura casi hasta el final de un libro. Ernesto Sábato comienza El Túnel con estas palabras: "Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne". Después de esto uno no puede parar de leer.
En su famosa novela Lolita, Nabokov, comienza así: "Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta." Es simplemente genial hacer que las letras, sus sonidos y formas se conviertan en cómplices del erotismo.
Ya no pude detenerme con Castigo divino. La trama tiene lugar en León en los años treinta. Cuenta cómo una serie de crímenes cometidos por envenenamiento, hunde en la cárcel a un brillante joven abogado y poeta convertido en el principal sospechoso, pinta de tragedia a una notable familia de clase media alta y sacude a toda la sociedad leonesa y de Nicaragua entera, mientras comienza ha echar raíces una de las más oprobiosas dictaduras de América Latina.
Oliverio Castañeda, quien al parecer realmente existió, era un joven abogado guatemalteco, que había estudiado la carrera de leyes en la Universidad de León. Allí había llegado con su esposa, también de origen guatemalteco. Una prominente familia leonesa, le toma cariño al abogado de suaves maneras y modales educados y divertidos. Todas las mujeres de la familia, se enamoran de Oliverio y comienza entonces el rosario de envenenamientos.
El relato salpicado de intrigas, sexo, infidelidades, grandes reportajes, ardientes alegatos de juzgado y un reguero de chismes, me mantuvo con el aliento cortado, en las paradas de Managua y Rivas. Pasé la mitad de una noche en vela leyendo el libro en un hotelito de Liberia, la primera ciudad importante de Costa Rica, cuando uno cruza la frontera de Peñas Blancas. Oliverio también estuvo en Costa Rica y también allí se vio envuelto en un caso de envenenamiento.
Nos dijeron, más adelante, que el puente Cañas se había caído y que el paso por la Carretera Panamericana hacia San José estaba cortado. Tomamos entonces un camino alterno que bordea el volcán Arenales, el cual todavía vomita gases y chispas y emite retumbos. En las noches estrelladas es todo un espectáculo. De mañana la laguna Arenal, al pie del volcán, parece un espejo reluciente de cara al cielo azul.
Nos dijeron, más adelante, que el puente Cañas se había caído y que el paso por la Carretera Panamericana hacia San José estaba cortado. Tomamos entonces un camino alterno que bordea el volcán Arenales, el cual todavía vomita gases y chispas y emite retumbos. En las noches estrelladas es todo un espectáculo. De mañana la laguna Arenal, al pie del volcán, parece un espejo reluciente de cara al cielo azul.
Pero fue en una pequeña ciudad llamada La Fortuna, donde en un restaurantito de madera cruda y carnes deliciosas leí, con el volcán de fondo, más de doscientas páginas de un tirón. Y de parada en parada se me fue acabando la novela. Leí en Alajuela y San José, nuevamente Liberia y Managua, hasta terminar la novela una noche de luna llena, en un cuarto de huéspedes de León, a pocos kilómetros, según me dijeron unas cocineras viejas, de donde mataron a Oliverio. "Sólo un favor les pido, no me desfiguren la cara", les dijo Oliverio a los guardias antes de morir. Gran final.
1 comment:
Chivo, escribis y lo haces bien, ya sabemos.
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