Un cable secreto remitido por el embajador de Estados Unidos en El Salvador en noviembre de 1989 al Departamento de Estado, decía que hubo una reunión de dirigentes del partido Arena en la que posiblemente se originó el complot para matar a los sacerdotes jesuitas. Según el memorando desclasificado, el embajador William Walker creía que el asesinato fue la ejecución de una orden del mayor Roberto d´Aubuisson.
Diego Murcia y Ricardo Vaquerano / Fotos: Frederick Meza
Publicada el 16 de noviembre de 2009 - El Faro
Cientos de personas se congregaron el fin de semana en las instalaciones de la UCA para conmemorar los 20 años del asesinato de los sacerdotes jesuitas y para reclamar justicia, ya que el crimen está impune.
Hace 20 años, cuando la capital salvadoreña estaba asediada por una ofensiva militar de la guerrilla del FMLN, el secretario de Estado de Estados Unidos, James Baker, recibió en Washington un cable procedente de El Salvador. El documento llegaba marginado con dos términos que hablaban sobre lo delicado del asunto: “secret” y “nodis”, y en el espacio “subject” detallaba el asunto del que trataba: “Ellacuria assassination”. La información que trasladaba era tan grave que el remitente se atrevía a vaticinar que para el gobierno estadounidense venían días difíciles.
El memorando, fechado solo “nov 89” y firmado por William Walker, embajador estadounidense en El Salvador, contenía información sobre
el asesinato de los seis sacerdotes jesuitas ocurrido el día 16. En él, lo que Walker contaba a Baker era que tenía información sobre una conspiración de los más extremistas dirigentes del partido Arena para acabar con los religiosos que dirigían la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA).
Hasta entonces, Estados Unidos había sido un firme aliado de los gobiernos salvadoreños que luchaban contra la guerrilla del FMLN desde 1980, y el posible involucramiento de su socio en el teatro de la guerra fría podía poner en aprietos al gobierno de George Bush padre. Por eso el documento tenía las clasificaciones de “secret” y “nodis” (no distribution).
Según Walker -quien no detallaba las fuentes-, un día antes del múltiple asesinato hubo una reunión de los dirigentes del partido Arena en la que se habló sobre los sacerdotes. Después de un sumario de dos párrafos, el cable iba al grano: “La información que se nos ha proporcionado nos conduce a una inquietante conclusión: los asesinatos del padre Ellacuría y sus siete compañeros pueden ser rastreados hasta una discusión la tarde del 15 de noviembre entre Roberto D´Aubuisson y sus seguidores más fanáticos dentro del Coena”.
El documento no precisa quiénes habrán sido los seguidores más fanáticos de D´Aubuisson, pero sí deja claro que Walker consideraba que el fundador del partido tenía que ver con el crimen. “Si la conversación ocurrió como se nos reportó, de entre un grupo de doce participantes, uno o más de ellos decidieron ejecutar la orden implícita del mayor (Roberto d´Aubuisson) de limpiar el nido de subversivos en la UCA. Nosotros y el régimen de Cristiani tendremos tiempos muy difíciles por delante”, vaticinaba el diplomático estadounidense en aquella comunicación.
Estados Unidos, efectivamente, se había convertido durante la guerra en un socio fundamental para el gobierno salvadoreño en su lucha por neutralizar la guerrilla auspiciada por Cuba. Sin embargo, el hecho de que el asesinato de los jesuitas hubiera ocurrido a manos de personal del mismo gobierno respaldado por Washington, ponía en aprietos a la administración Bush, porque el Congreso podía demandar que se cortara la ayuda. En eso pensaba Walker cuando se refería a los tiempos difíciles que vislumbraba, “sobre todo por la enorme amenaza que la participación de los líderes de Arena representa para los esfuerzos realizados por el gobierno de Estados Unidos y el de El Salvador, durante los últimos nueve años”.
El informe de Walker a Baker, de cinco páginas, forma parte de los aproximadamente mil 200 folios desclasificados durante el gobierno de Bill Clinton relacionados con la guerra en El Salvador. Dichos documentos registran las comunicaciones que intercambiaban la embajada de Estados Unidos en El Salvador y Washington, y sobre el asesinato de los sacerdotes jesuitas hay nueve tomos de información.
Walker estaba llamado a convertirse en protagonista de los últimos años de la guerra y de los primeros días de la paz salvadoreña, con una actuación que no pocas veces lo hizo blanco de críticas de los sectores de extrema derecha de El Salvador, que lo consideraban condescendiente con la guerrilla.
Hasta ahora, cuando se ha hablado de posibles autores intelectuales, ha habido dos versiones: una, que se basa en lo que hizo la justicia salvadoreña, y es que solo hubo autores materiales, pues nunca hubo una línea de investigación sobre posibles homicidas intelectuales. La otra es la que registró el informe de la Comisión de la Verdad, en 1993, que involucró a una docena de militares del más alto rango, incluyendo al entonces coronel René Emilio Ponce, quien era jefe del Estado Mayor cuando ocurrieron los crímenes.
En ese documento de 1989, sin embargo, Estados Unidos ya analizaba la posibilidad de que la dirección del partido que por primera vez acababa de ganar la elección presidencial estuviera detrás del asesinato de los seis sacerdotes, de una colaboradora y la hija de esta.
El embajador reconocía que no podía aportar pruebas sobre la vinculación de la cúpula arenera con el asesinato. Sin embargo, sus reiteradas alusiones al posible involucramiento de D´Aubuisson y de la dirección del partido Arena, daban a entender algún grado de convicción. Tanta certeza tenía sobre la veracidad de esa versión que se animó a proponer una acción inmediata: “Debemos asegurarnos de que Fredy Cristiani afronte el asunto. Si lo manejamos bien, y si Cristiani puede superar lo que admito es una prueba muy severa de su coraje político, él y nosotros podríamos salir airosos y fortalecernos respecto de esta variedad particular de extremistas”, apuntó el diplomático.
Esos días eran de intensos cambios en el mundo, porque el sistema que había tejido la Unión Soviética para oponerse a Estados Unidos estaba desmoronándose. La guerra fría estaba a punto de acabar e incluso el apoyo del bloque soviético a la guerrilla del FMLN iba a empezar a decaer paulatinamente. En Estados Unidos, El Salvador había sido una especie de barrera contra el comunismo y, en ese afán, Washington había invertido unos mil millones de dólares en ayuda militar entre 1980 y 1991.
“Los mártires nos llaman a la liberación”, era la consigna de este año.
Entonces, lo que menos quería la administración Bush era que un error de último momento volviera a poner las cosas difíciles en su relación con el régimen salvadoreño. El Congreso podría exigir que se suspendiera toda ayuda al país centroamericano y que se le convirtiera en una especie de paria por el crimen de los religiosos. “Si los elementos dentro del mando de su partido son capaces de una acción tan bárbara e increíblemente estúpida y si el origen de esa acción se derivó de la discusión entre un grupo tan importante de conspiradores creo que Cristiani debe saber ya o descubrirá pronto esta terrible verdad”, comentaba Walker sus reflexiones.
El gobierno de Cristiani, apurado, al principio aseguró que un comando del FMLN había sido el responsable de los homicidios, pero con los días, el mundo supo la verdad. Una decena de militares de distinta graduación fue a juicio, aunque las investigaciones nunca apuntaron a buscar a quienes habían planeado u ordenado el asesinato.
El crimen puso en máximos aprietos al régimen, asediado ya por la primera ofensiva militar de la guerrilla en San Salvador y en otras ciudades del país.
Sorprendida, la Fuerza Armada diseñó una serie de operativos de resguardo de las instalaciones militares principales en la capital, como el Estado Mayor. Por eso el coronel René Emilio Ponce reveló a la embajada de Estados Unidos que el 13 de noviembre, el batallón Atlacatl pasó bajo la dirección del Estado Mayor, que estaba en proceso de establecer zonas de operación en repuesta a los ataques de la guerrilla. La comandancia del Atlacatl fue dada al coronel Guillermo Alfredo Benavides el día 14, dos días antes de los asesinatos.
El día 15, la UCA estaba rodeada por más de un centenar de soldados, y dentro de ella estaban el rector, Ignacio Ellacuría, y otros sacerdotes jesuitas. La madrugada del 16 de noviembre de 1989, un comando del ejército penetró y dio muerte a Ellacuría, a otros cinco sacerdotes, a una empleada y a la hija de esta. Los hechores intentaron sembrar pistas falsas para involucrar al FMLN.
Cuando amaneció, el país y el mundo supieron la noticia. Entre ellos, el abogado Mauricio Eduardo Colorado. “Eran las 7:30, poco más o menos, cuando mi hijo se acerca a mí y me dice han matado a los jesuitas. Me fui para el despacho a informarme sobre los hechos. Yo tuve un doble impacto, porque había estudiado en el colegio externado San José, que era de los jesuitas, y mis profesores fueron el padre Montes y el padre López y López”, recuerda quien entonces tenía apenas siete meses de ser fiscal general.
Colorado debió ordenar el inicio de las investigaciones en un ambiente que hacía sumamente difícil su trabajo. Colorado había asumido el cargo en abril de ese año, después de que la guerrilla asesinó a su antecesor, Roberto García Alvarado, cuando le hizo estallar una bomba colocada en el techo de su camioneta blindada.
“Pasaron dos semanas sin que se lograra establecer con claridad una línea de investigación. Había cosas confusas: trataron de borrar pruebas, inducir otras causas. Pero, al final, con un recurso que yo en lo particular no estoy de acuerdo, se logró saber la verdad: se ofreció una recompensa por parte del gobierno con dinero de la embajada norteamericana, si mal no recuerdo. Pero dio resultado porque alguien fue y contó y después se verificó y resultó ser cierto”.
Esas pesquisas no llegaron ni hasta el coronel Ponce ni hasta Cristiani, a pesar de algunas versiones sobre su posible involucramiento. “Yo, en lo personal, pienso que el presidente Cristiani no estaba involucrado, porque de haberlo estado, también lo habría estado el embajador de Estados Unidos y posiblemente el Departamento de Estado de ese país”, dice Colorado.
En septiembre de 1991 se realizó un juicio a 14 militares, pero sólo fueron condenados el coronel Benavides, por la muerte de los seis jesuitas, y el teniente Yusshi Mendoza, por el asesinato de la empleada Elba Ramos y su hija Celina. Los demás imputados fueron absueltos.
El 23 de enero de 1992, el juez Ricardo Zamora condenó al coronel Benavides y al teniente Mendoza a 30 años de cárcel, pero 14 meses después, el 1 de abril de 1993, los dos militares fueron amnistiados y puestos en libertad cuando la Asamblea aprobó una Ley de Amnistía general impulsada por Cristiani.
No conformes con los resultado del juicio y la posterior absolución de los dos condenados, la UCA y el Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA) presentaron una querella criminal contra el ex presidente de El Salvador Alfredo Cristiani y altos militares salvadoreños por encubrimiento, pero la Corte Suprema de Justicia se negó a reabrir el caso. Entonces, en noviembre de 2003, la UCA y el IDHUCA decidieron presentar su caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Cada una con su farolito, mujeres provenientes de Chalatenango esperan que la tradicional marcha de los farolitos avance.
Ese juicio significó para Colorado una agria disputa con dos de sus manos derechas en el caso. Aunque considera que los culpables quedaron claramente señalados, admite la posibilidad de un vacío en la posible red de involucrados en el múltiple homicidio. “En la parte política de las cosas siempre hay aquello de que a lo mejor hay alguien más”, dice.
Y tras eso querían ir Henry Campos y Sidney Blanco, fiscales específicos que estaban en desacuerdo con la forma en que Colorado manejaba el caso. Ellos fueron los que, “en la parte política de las cosas” creían que había más personas involucradas.
Pero se toparon con sus jefes. “Los fiscales generales que conocieron en esa época del caso no solo no tenían interés por esclarecer a profundidad el hecho, sino que además tenían interés en contribuir a los límites que habían impuesto con obstaculizar e impedir cualquier ulterior investigación a otras responsabilidades arriba del coronel Benavides”, asegura Sidney Blanco, hoy magistrado de la Corte Suprema de Justicia.
Las diferencias de criterio eran tan profundas que Colorado llegó a pedirle a Blanco y a Campos que se tranquilizaran, que no se tomaran tan a pecho su trabajo, pues en aquella atmósfera de suma tensión era mejor no asomar mucho la cabeza. “El doctor prácticamente amenazaba a los fiscales con que no insistiéramos en la investigación. Nos decía: ‘Miren, los acusados son coroneles y estos no perdonan. Estos no olvidan. No son pollos a los que están acusando. Son coroneles. Yo les pido que se mantengan al margen y que dejen al juez hacer lo que él quiera’.”
Colorado insiste en que él lo único que intentaba era salvaguardar la integridad de sus fiscales. “No sabíamos quién era, pero el que había hecho la cosa era un hombre o era un grupo decidido a cualquier cosa. Yo sentía la responsabilidad de proteger a mi equipo de fiscales y les pedía que fueran discretos y que no fueran a exponerse. Eso es lo que ellos sentían que era como que yo no los dejaba actuar”.
Blanco y Campos estaban seguros de que Colorado no solo no tenía interés en profundizar en las investigaciones, sino que además mantenía un tipo de comunicación inadecuada con los militares, esos mismos que eran potenciales imputados. “El doctor llegaba a veces vestido de militar camuflado a la Fiscalía, con ametralladora. Se bajaba como dos cuadras antes de la oficina y como una persona con delirio de persecución andaba con una ametralladora apuntando a nada. Era un espectáculo. Salíamos a la puerta de la Fiscalía a verlo, porque era gracioso verlo aparecer. Ese era el fiscal de los militares y además a este señor se le vio participando de las defensas civiles patrióticas. Era la clase de fiscal general que había”, lamenta Blanco.
Colorado hoy trabaja como privado. En su oficina, en una pared, tiene como adorno un arma de fuego antigua. No niega su afición con las armas de fuego, pero aclara que la anécdota que recuerda Blanco tenía que ver con su sensación de inseguridad personal de aquellos días, sobre todo después de la muerte de García Alvarado. “Una vez llegué camuflado. Una vez. Cuando estaba la ofensiva final. Y no llegaba con un fusil, era una metralleta. Era la guerra, había que defenderse”, dice.
Y cuando Colorado les sugirió que se limitaran a hacer solo lo que el juez Zamora pidiera, los fiscales específicos supieron que no saldrían de nada. El descontento de los fiscales también era con el juez, cuyo trabajo criticaban. “El juez Zamora se convirtió en un juez soberbio y sumiso”, dice Blanco. “Soberbio, porque estaba aferrado en conducir la investigación en los límites impuestos y de ahí no podía sacarlo nadie. Era su meta, era su misión. Y sumiso, porque no vi en él la figura del juez ideal, independiente, transparente, imparcial...”
Zamora admite que esos días eran difíciles para realizar su trabajo, pero que, en todo caso, se trataba de limitaciones y no de irregularidades en el desempeño de su labor.
Esa era la situación que afrontaban los funcionarios destinados a averiguar responsabilidades materiales e intelectuales en la muerte de los jesuitas, cuando se acercó una fecha de esperanza: Mauricio Eduardo Colorado estaba por terminar su período y había que ver quién lo relevaba. En abril de 1990, Roberto Mendoza Jerez se hizo cargo de la Fiscalía. No pasó mucho tiempo para que Blanco y Campos se desencantaran y perdieran las esperanzas de que las cosas iban a mejorar con el nuevo fiscal. “Él llegó, incluso, a prohibirnos, expresamente, asistir a ciertas diligencias, a presentar escritos al juicio, a dar declaraciones a la prensa. Incluso intentó separararnos a Henry y a mí porque decía que nos dábamos apoyo mutuo para estar en el caso”, relata el magistrado.
El extremo se produjo cuando hubo una serie de diligencias fundamentales a las que ni siquiera se les invitó a participar, a pesar de que eran los investigadores principales. “Y qué decir cuando declaraban algunos jefes militares, cuado declaró el jefe de la comisión de hechos delictivos y obviamente cuando declaró el presidente Cristiani, que ni siquiera nos notificaron para que estuviéramos presentes”, lamenta Sidney Blanco.
La declaración de Cristiani a la que no fueron invitados los fiscales ocurrió el viernes 7 de septiembre de 1990, en la oficina del juez cuarto de lo penal Ricardo Zamora, y el embajador Walker estaba muy pendiente de eso. “Cristiani no incluyó importantes revelaciones” en su declaración, informó el diplomático en un cable enviado a Washington.
Cansados de luchar contra corriente, el 9 de enero de 1991, Sidney Blanco y Henry Campos convocaron a una conferencia de prensa internacional para anunciar su renuncia como fiscales del caso jesuitas. Campos explicó su decisión en términos similares a los que ahora recuerda Blanco: “Nosotros creímos en un inicio que la Fiscalía General haría en este caso tan delicado el papel que realmente le corresponde, el papel que la Constitución le obliga a desempeñar en un caso de tanta trascendencia. Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que el interés de la Fiscalía, como institución, se había desviado a otros caminos... se nos comenzaron a cerrar espacios... incluso habíamos aceptado algunas limitaciones con tal de que se nos dejara colaborar o aportar algún esfuerzo... pero se nos limitaron las libertades para intervenir...”
Colorado atribuye la actitud de los fiscales a su novatez, cree que fueron impulsivos y que solo buscaban sobresalir para hacerse fama de buenos abogados penalistas.
Fama o no, Blanco se siente estafado por cómo ocurrieron las cosas. “Nos vieron la cara de tontos: los testigos mentían sistemáticamente, el Estado Mayor no colaboró eficazmente en la investigación, no proporcionó oportunamente la información. Los famosos libros de registros de la Escuela Militar se terminaron quemando...”
Esos libros de los que habla Blanco pudieron haber dado un giro radical a las investigaciones. La embajada de Estados Unidos en San Salvador y el Departamento de Estado lo percibían de esa manera, a juzgar por lo que les había dicho el juez Zamora. “En un conversación reciente, el juez Zamora relató que la primera vez que supo de la existencia de ciertos libros de registros de la Academia Militar fue por boca del teniente Yusshi Mendoza, uno de los sospechosos en el asesinato de los jesuitas. Mendoza testificó que él recibió órdenes del teniente coronel Camilo Hernández, entonces subdirector de la Escuela Militar, de quemar los libros una noche a principios de diciembre de 1989, a la medianoche. 16 libros fueron intencionalmente quemados, pero Zamora no sabía y había pedido una lista precisando lo que se había perdido. Él cree que los libros perdidos incluyen registros de traslados, registros de personal y registros de los movimientos del personal”.
Las investigaciones de los asesinatos nunca apuntaron a ampliar la esfera de involucrados más allá de los autores materiales. Cuando Walker informaba en noviembre de 2009 a James Baker del posible involucramiento de la dirección del partido Arena, lo hacía convencido de que era una terrible noticia, pero también que de eso podía sacarse algo positivo para depurar a su aliado salvadoreño.
El embajador cifraba sus esperanzas en un Cristiani aún novato en la presidencia, que se apoyaba en un partido comandado entonces por Armando Calderón Sol. “No puedo imaginarlo (a Cristiani) reaccionando sino con repugnancia cuando supo la muerte de Ellacuría”, decía el diplomático, quien no dejaba dudas sobre su convicción de la participación de dirigentes areneros en los crímenes. “Me reuniré de inmediato con el presidente y le diré que ha llegado el momento en que él escoja entre sus aliados políticos que están en contra de la democracia y aquellos que quieren construir un sistema democrático. Le diré al presidente que él y su gobierno pueden y deben, de una vez por todas, separarse de los responsables de esta barbarie.”
Al terminar la marcha, los visitantes se disponen a eschuchar la misa y a disfrutar el acto artístico.
Walker aseguró a sus superiores que había casi plena certeza de la participación del partido de derechas en los homicidios. “Hay evidencia circunstancial corroborable de la complicidad del ala de derecha política (en los crímenes”, dijo. “Solo tengo una duda como para pedir una acción inmediata: la carencia de información más concreta sobre quiénes estaban en la reunión, quiénes pudieron haber ejecutado las instrucciones y cuál fue el mecanismo que se utilizó”, reseñó.
Al final, los crímenes terminaron en nada. Porque los dos únicos condenados como autores materiales quedaron perdonados por la Ley de amnistía de 1993, y porque nunca se indagó a los responsables intelectuales.
La historia, sin embargo, no ha terminado. En noviembre de 2008 fue presentada ante la Audiencia Nacional de España una querella contra 12 militares salvadoreños -incluido Ponce- y el ex presidente Cristiani por el asesinato de los jesuitas y las dos mujeres que murieron con ellos. A los militares se les acusa de haber participado en crímenes de lesa humanidad y al ex presidente Cristiani de encubrimiento.
Un año después, este mes, la Audiencia Nacional conocerá los testimonios de los dos ex fiscales del caso, Henry Campos y Sidney Blanco. La Audiencia Nacional también ha pedido el testimonio de Kate Doyle y Terry Karl. La primera para hablar sobre la autenticidad de los documentos desclasificados por el Departamento de Estado de Estados Unidos y la segunda para aportar una interpretación política de la guerra de El Salvador. Al juez que estuvo a cargo del juicio, Ricardo Zamora, también se le ha solicitado su testimonio, según el periódico La Vanguardia, de España.
También se llamó a testificar al ex fiscal general Belisario Artiga, al coronel Sigifredo Ochoa Pérez y al mayor Erick Buckland, del ejército de Estados Unidos, quien fue al parecer la primera fuente estadounidense en enterarse del involucramiento de militares salvadoreños en el crimen.
Según Almudena Bernabéu, una de las abogadas encargadas de presentar la querella en España, el ex presidente Alfredo Cristiani sigue siendo parte de esta querella como uno de los acusados. El juez de la causa se ha reservado la posibilidad de imputarlo más adelante, dependiendo de cómo se desarrolle el proceso. “Imputarlo significa incluirlo como querellado en el proceso y por lo tanto sujeto a los derechos como a la investigación”, asegura.
Hasta ahora ninguno de los emplazados ha nombrado a sus abogados.